12/28/2025

Marina y el ermitaño

A decenas de kilómetros de Rodas de Villarreal está el Monte Pisatierra, un bosque lleno de arbustos milenarios y senderos que conducen al poblado de Paseo del Roble, situado a pocos metros de un acantilado y de una hermosa playa de arenas blancas.

Los pobladores comentan que desde hace meses en el Monte Pisatierra está viviendo un ermitaño. Sin embargo, para Marina esa leyenda es pura imaginación, tan parecidas a las que le contaban sus padres cuando era niña. Historias de duendes, fantasmas, brujas, demonios, sacamantecas y ogros que salían por las noches para alejar a quienes se internaban en el bosque.

CAPÍTULO II

El tiempo detenido 

Ignacio Izaguirre caminaba despacio, mirando el brillo del sol que se reflejaba en los adoquines de las estrechas calles del pueblo, lo hacía como si quisiera demorar su llegada a la casona de su familia construida en el siglo XIX en la que vivía con su madre y su tío. 

Ignacio dejaba que sus pasos resonaran sobre los adoquines pulidos, imitando el chirrido de los neumáticos de los autos al rozar las piedras pulidas. 

La ciudad de Rodas de Villarreal daba la impresión de haber caído en un letargo después del incendio que redujo a cenizas el hotel-parador que durante décadas había sido un lugar de descanso para viajeros y comerciantes. La pérdida del parador, considerado un símbolo de la prosperidad de la ciudad, marcó la quiebra en la vida económica y social de la ciudad. Desde entonces, la actividad cotidiana se fue apagando lentamente y se extendió por todas sus calles, reflejando el declive del comercio.

Para Ignacio, el incendio no solo hizo que desapareciera de la faz de la tierra el castillo, sino también los autos y los ómnibus de los turistas, los talleres de los artesanos que fueron cerrados y abandonados por sus dueños, y los vendedores de artesanías que se marcharon hacia otras ciudades más visitadas por los turistas. En Rodas de Villarreal, solo quedó una rutina sofocante, un aire que adormecía y envolvía a los habitantes en una penumbra que lo hacía parecer un escenario detenido en el tiempo y el olvido igual a los que se ven en las películas de misterio.

Ignacio continuó su lento andar hasta llegar a la cafetería situada frente al parque de la Cueva del Sumidero. Ahí se detuvo por un instante, cruzó la calle y vio a su amigo Manolo sentado a la mesa del local en la que ambos acostumbraban a desayunar todas las mañanas. Dirigió sus pasos hacia donde estaba su amigo.

—Hola, Manolo.

—Hola, Ignacio, ¿qué hace por aquí a estas horas? ¿Cerrarte temprano la galería?

—No. La cerré la semana pasada después de que los turistas perdieron el interés en visitar Rodas. Hace semanas que no he vendido ni un cuadro, ni siquiera una reproducción impresa.

—Así está la cosa de mal.

—Sí, mi amigo, muy jodida. A veces sueño con que me ocurra lo mismo que al anticuario de la calle principal de Rodas que compró un baúl de 1830 y descubrió una fortuna escondida en un compartimento secreto. Cerró la tienda y se largó con su asistente. Desde entonces, ni él ni ella han vuelto a aparecer por Rodas.

—¡Vaya suerte que tuvo el anticuario! 

—Y dilo.